Acaba usted de espetar un discurso a un gobernante democrático, elegido por las urnas, como usted no lo ha sido, cuyo contenido esencial reside en recordar la necesidad de respeto al principio de supremacía de la ley, sin el cual, no es posible la sociedad civilizada.
¿Con qué autoridad dice usted eso a un presidente que, como él
mismo señaló en una entrevista posterior, nunca se ha saltado la ley?
Contestemos a esta fastidiosa pregunta.
Su autoridad personal en la materia que, a fuer de republicano,
este blog no reconoce, es inexistente. Su poder viene directamente de la
designación de un militar golpista, un delincuente perjuro que se alzó contra su
gobierno y usted no ha tenido el coraje ni la gallardía de refrendarlo mediante
una consulta a la ciudadanía, un referéndum en el que esta decida si quiere
seguir con la monarquía o prefiere la República, el último régimen legítimo que
hubo en España, pues el suyo no lo es.
Usted carece de autoridad pero se hace eco de la del gobierno
español, ese sí, elegido por sufragio universal. Es este quien ha enviado a
usted a Cataluña a recitar el catón elemental del Estado de derecho: el respeto
a la ley, que a todos nos obliga, incluidos los gobernantes.
En términos abstractos esto es cierto. En términos concretos,
aquí y ahora, en España, no solo no lo es, sino que es una burla. El gobierno
que exige a Mas el cumplimiento de la ley, la cambia a su antojo,
unilateralmente, sin consenso alguno, valiéndose de su rodillo parlamentario
cuando le conviene, de forma que esa ley ya no es una norma de razón universal,
general y abstracta que atienda al bien común, sino un dictado de los caprichos
del gobierno del PP que, como sabe usted perfectamente, es el más corrupto,
arbitrario e incompetente de la segunda restauración. Un solo ejemplo lo aclara:
el mismo día que el presidente de ese gobierno, un hombre sin crédito ni
autoridad algunos, sospechoso de haber estado cobrando sobresueldos de
procedencia dudosa durante años, denuncia que los soberanistas catalanes
intentan "cambiar las reglas del juego" al desobedecer la ley, sus acólitos
presentaban un proyecto de ley de reforma del sistema electoral español para
cambiar las reglas de juego a tres meses de unas elecciones. Y nadie en España,
ni un medio de comunicación, ni un publicista ha denunciado esta arbitrariedad,
esta ley del embudo.
Ciertamente, los gobernantes dicen que, si a los catalanistas
no les gusta la ley, pueden cambiarla, pero legalmente, como han hecho ellos. No
tengo a usted por una lumbrera, pero imagino que no se le escapará la impúdica
hipocresía de este razonamiento pues los catalanes jamás serán mayoría en cuanto
catalanes en España y, por tanto, no pueden materialmente cambiar la ley y están
condenados a vivir bajo la que la mayoría les impone. Siempre. Por si no lo sabe
usted, eso se llama "tiranía de la mayoría" y es tan odiosa como la de la
minoría.
No, señor, el asunto ya no es de respeto a la ley. El asunto es
de legitimidad, o sea mucho más profundo y antiguo. Pero, por no abusar de su
paciencia, se lo expondré a usted en tres sencillos pasos a imitación de la
triada dialéctica hegeliana que sirve para explicar la evolución de la realidad,
pero también su involución.
Primero vino una guerra civil y cuarenta años de dictadura que
forjaron una realidad española en la que se mezclaban los sueños de fanfarrias
imperiales con los harapos de un país tercermundista, gobernado por los
militares y los curas, como siempre. Fascismo, nacionalcatolicismo, centralismo,
ignorancia, represión y robo sistemático. Fue la tesis.
Luego llegó la transición, la negación de la tesis, la
antítesis. España se convertía en una democracia homologable con el resto
de los europeas. Se negaba la dictadura. El Estado se descentralizaba y devolvía
libertades a los territorios, se promulgaba una Constitución que consagraba la
separación de la Iglesia y el Estado y propugnaba un Estado social y democrático
de derecho. Y se acariciaba la ilusión de que era posible una continuidad normal
del Estado, por encima de los avatares históricos.
Por último llegó la negación de la antítesis, la negación de la
negación, la síntesis. Con el triunfo aplastante del PP en 2011, volvió el
espíritu de la dictadura, el gobierno de los curas (o de sus sectarios del Opus
Dei), el nacionalcatolicismo. Se conservó la cáscara de la Constitución, pero se
la vació de contenido con la ayuda del principal partido de la oposición,
cómplice en esta involución y se procedió a recentralizar el país, atacando el
régimen autonómico y burlando las expectativas catalanas, de forma que su
estatuto carece de contenido. De nuevo con la ayuda del PSOE y la diligente
colaboración de todas las instituciones del Estado. La que más se ha usado ha
sido un Tribunal Constitucional carente de todo prestigio y autoridad moral por
estar plagado de magistrados al servicio del gobierno o sectarios del Opus Dei,
con su presidente a la cabeza, militante y cotizante del PP.
Así están hoy las cosas en España, señor mío. Un gobierno de
neofranquistas y nacionalcatólicos, empeñados en imponer sus convicciones como
ley de la colectividad, corroído por la corrupción, basado en un partido al que
algún juez considera una asociación de delincuentes. Un gobierno que ha
provocado una involución sin precedentes, una quiebra social profunda (lea usted
las estadísticas de pobreza, las de paro, las de productividad, las verdaderas,
no las que fabrica esta manga de embusteros) y una quiebra territorial mucho más
profunda, que él mismo reconoce de una gravedad extrema y de la que es el único
responsable por su incompetencia, autoritarismo y corrupción.
¿Cree usted que ese gobierno tiene autoridad para hablar de la
ley? ¿La tiene usted?
No le extrañe que los catalanes quieran liberarse de esta
tiranía personificada en estúpidos provocadores como ese que quiere "españolizar
a los niños catalanes". Muchos otros, si pudiéramos, haríamos lo mismo. No
quieren, no queremos, vivir otra vez el franquismo.
Y usted, le guste o no, lo representa.
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